Se despidieron con un largo beso.
Ella tomó el colectivo a su casa, él emprendió la vuelta caminando. Había sido
una cita inusual. Catorce horas de cita, comenzada la noche anterior con una
función de teatro y una cena con malbec. La intensidad de esa velada provocó
que ella permaneciera hasta el otro día. Eso, y el diluvio que los obligaba a
quedarse bajo techo. El desayuno estuvo a cargo de él. Tostadas recién hechas,
queso y un poco de fruta. Para tomar: mate, ningún uruguayo como él hubiese
permitido otra cosa. Los besos de la mañana los llevaron a la cama nuevamente,
donde refugiaron sus cuerpos del frío y de la desnudez. Él tenía que viajar a
Pergamino esa tarde y, aunque las horas pasaban, seguía demorando la partida.
Ella había perdido el turno medico de aquella mañana. Podría excusarse. Fueron
a comer y unas horas después se despidieron con aquel beso.
Al regresar al hogar, ella pensó que
podría leer un poco. Tenía varios libros sin terminar en la mesa de la cocina,
aun así, decidió comenzar uno nuevo y tomar un té para calmar la excitación que
le perduraba de la cita. Él, por su parte, una vez en la terminal de ómnibus,
maldijo su torpeza al darse cuenta de que debería esperar al menos dos horas
más para el próximo servicio a Pergamino. No había reparado en el hecho de que
no hubiera tantos viajes disponibles siendo sábado. Error de Porteño, pensó.
Sus tres años en Argentina estaban surtiendo efectos. Su cabeza aun le daba
vueltas por la cita.
En la casa, ella llevaba más veinte
minutos en la misma página. Miraba a través de la hoja del libro, tenía nublada
la conciencia. De repente, sintió que una de sus piernas empezaba a moverse
contra su voluntad. Esto la sacó del trance onírico rápidamente. Toda la pierna
izquierda se movía, de abajo hacia arriba, comenzando con el pie, luego la
rodilla y el muslo. Lo mismo sucedió con su otro miembro. Empezaron a elevarse
furiosas. Atónita y un tanto asustada, intentó frenar con las manos el impulso,
pero las piernas ejercían una fuerza superior. Ahora el fenómeno había
comenzado a subir a la cintura. El cuerpo le vibraba y se iba elevando. Ya
estaba suspendida en el aire. Se agarró de la mesa como pudo, le colgaba todo
el cuerpo boca abajo. Tenía que hacer un gran esfuerzo para no soltarse. El
libro, la taza de té, el resto de las cosas de la mesa se cayeron al suelo.
Ella no sabía que pensar, ya no había forma de bajar. Se soltó e inmediatamente
su cuerpo llegó al techo. Se fue deslizando hacia la puerta de la calle para
pedir ayuda pero en cuanto abrió la reja no hubo manera de contener al
organismo y salió disparada al cielo nocturno. Una fuerza la iba impulsando
hacia adelante en medio de la noche. La velocidad era tal que apenas lograba
distinguir las luces de los autos en la calle. Extrañamente, ella dejó de
sentir miedo y absorta por la curiosidad y la adrenalina del viaje se dejó
llevar. No había lugar para ponerse a pensar, tampoco tiempo. Abrió los ojos
todo lo que pudo y extendió los brazos. Tal vez era así como se moría y le estaba
llegando su hora.
Mientras, sentado en un banco de la
terminal, él asentía sistemáticamente a una anciana desconocida que, con total
descaro, se había empeñado en contarle toda su vida de sufrimiento con su
marido. Cada tanto recordaba el beso y una corriente eléctrica le subía desde
la entrepierna. Por momentos desviaba la mirada hacia un niño que intentaba,
sin éxito, ganar un peluche de una maquinita. Diez monedas todavía no lo habían
hecho desistir. Agotado de la perorata interminable interrumpió a la vieja con
unas palabras breves pero directas -¿qué está esperando? En el fondo usted
sabe.- y luego de la sentencia se paró para dirigirse a la plataforma de su
colectivo que ya se estaba anunciando por el altoparlante. Sin embargo, ni bien
pegó el salto del banco, un impulso lo arrastró hacia arriba, mucho más arriba
de lo que permite la incorporación de un asiento. Estaba en el aire subiendo a
toda velocidad como un cohete lanzado en época de fiestas. Perplejo, comenzó a
patalear mientras gritaba inútilmente, pues la aceleración con la que se
desplazaba hacía inaudibles sus pedidos de socorro. Cuando tuvo la garganta
seca calló y cerró los ojos. Todo alrededor perdía su forma y se volvía negro
como noche cerrada. Sentía el viento en a cara hasta que, sin que pudiera
precisar cómo, se detuvo.
Abrió los ojos lentamente y ahí la vio. Estaba ella que
acababa de detenerse también enfrente suyo. Se miraron. Se miraron como solo se
puede ver a alguien cuando se lo desea. Y sin mediar palabra se fundieron en un
abrazo que le devolvió todo el sentido al vuelo. Solo se puede volar cuando hay
un deseo que eleva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario